miércoles, 17 de junio de 2009

PERIODO COLONIAL

Las primeras obras de la literatura latinoamericana pertenecen tanto a la tradición literaria española como a la de sus colonias de ultramar. Así, los primeros escritores americanos —como el soldado y poeta español Alonso de Ercilla y Zúñiga, creador de La Araucana (1569-1589), una epopeya acerca de la conquista del pueblo araucano de Chile por parte de los españoles— no habían nacido en el Nuevo Mundo.

Las guerras y la cristianización del recién descubierto continente no crearon un clima propicio para el cultivo de la poesía lírica y la narrativa, por lo cual la literatura latinoamericana del siglo XVI sobresale principalmente por sus obras didácticas en prosa y por las crónicas. Especialmente destacadas en este terreno resultan la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632), escrita por el conquistador e historiador español Bernal Díaz del Castillo, lugarteniente del explorador también español Hernán Cortés, y la historia en dos partes de los incas de Perú y de la conquista española de este país, Comentarios reales (1609 y 1617), del historiador peruano Garcilaso de la Vega, el Inca. Las primeras obras teatrales escritas en Latinoamérica, como Representación del fin del mundo (1533), sirvieron como vehículo literario para la conversión de los nativos.

El espíritu del renacimiento español, así como un exacerbado fervor religioso, resulta evidente en los textos de comienzos del periodo colonial, en el que los más importantes difusores de la cultura eran los religiosos, entre los que se encuentran el misionero e historiador dominico Bartolomé de Las Casas, que vivió en Santo Domingo y en otras colonias del Caribe; el autor teatral Hernán González de Eslava, que trabajó en México, y el poeta épico peruano, aunque nacido en España, Diego de Hojeda.

México (actualmente Ciudad de México) y Lima, las capitales de los virreinatos de Nueva España y Perú, respectivamente, se convirtieron en los centros de toda la actividad intelectual del siglo XVII, y la vida en ellas, una espléndida réplica de la de España, se impregnó de erudición, ceremonia y artificialidad. Los criollos superaron a menudo a los españoles en cuanto a la asimilación del estilo barroco predominante en Europa. Esta aceptación quedó de manifiesto, en el terreno de la literatura, por la popularidad de las obras del dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca y las del poeta, también español, Luis de Góngora, así como en la producción literaria local. El más destacado de los poetas del siglo XVII en Latinoamérica fue la monja mexicana Juana Inés de la Cruz, que escribió obras de teatro en verso, de carácter tanto religioso —por ejemplo, el auto sacramental El Divino Narciso (1688)— como profano. Escribió asimismo poemas en defensa de las mujeres y obras autobiográficas en prosa acerca de sus variados intereses. La mezcla de sátira y realidad que dominaba la literatura española llegó también al Nuevo Mundo, y allí aparecieron, entre otras obras, la colección satírica Diente del Parnaso, del poeta peruano Juan del Valle Caviedes, y la novela Infortunios de Alonso Ramírez (1690), del humanista y poeta mexicano Carlos Sigüenza y Góngora.

En España, la casa Borbón sustituyó a la Habsburgo a comienzos del siglo XVIII. Este acontecimiento abrió las colonias, con o sin sanción oficial, a las influencias procedentes de Francia, influencias que quedaron de manifiesto en la amplia aceptación del neoclasicismo francés y, durante la última parte del siglo, en la extensión de las doctrinas de la ilustración. Así, el dramaturgo peruano Peralta Barnuevo adaptó obras teatrales francesas, mientras que otros escritores, como el ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y el colombiano Antonio Nariño, contribuyeron a la difusión de las ideas revolucionarias francesas hacia finales del siglo.

Durante esta segunda época, surgieron nuevos centros literarios. Quito en Ecuador, Bogotá en Colombia y Caracas en Venezuela, en el norte del continente, y, más adelante, Buenos Aires, en el sur, comenzaron a superar a las antiguas capitales de los virreinatos como centros de cultura y creación y edición literarias. Los contactos con el mundo de habla no hispana se hicieron cada vez más frecuentes y el monopolio intelectual de España comenzó a decaer.


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